Cuando la vida se enquista y no nos damos cuenta, nuestro subconsciente se las arregla para descomponer lo que vivimos. Esa necesidad de cambio cuando el entorno conocido desaparece, nos arrastra y a pesar de la comodidad aparente en la que vivíamos nos vemos conminados a vivir situaciones nuevas, a veces traumáticas, en las que las presencias son distintas, las ausencias dolorosas, viéndonos obligados a inventarnos otra realidad, otro entorno sin vuelta atrás siendo la nostalgia la que se ocupa de nuestras vivencias y recuerdos.
Durante treinta años había luchado en la misma senda por los mismos principios y se había acostumbrado a ese padecer tranquilo que podía soportar, pero en un minuto escaso, todo se volvió un borrón. Los perfiles y marcos de su existencia desaparecieron y muchos de sus pilares dejaron de sostenerla.
¡Esa sensación de no saber hacia dónde ir!
Probablemente era la única forma de combatir la mediocridad en la que se había instalado, la única forma de llegar a otra orilla.
La humillación del desencuentro social, la humillación del fracaso según los parámetros de su educación no la detuvieron y ahora sonríe desde esa nueva orilla, la que ella ha vuelto a elegir.
¿Quién le puede reprochar haber elegido la sonrisa?