Acurrucado en el sillón, escondido del mundo, solo, no por elección o tal vez porque era incapaz de soportar el clamor de las mentes a su alrededor, o tal vez porque a fuerza de elegir el deber ya no distinguía entre la vida o la muerte.
Trabajaba y sonreía, amable y cariñoso, algunos pensaban que era arrogante porque vivía clamando por algo mejor, por una mejor actuación.
Convencido de la fuerza del grupo, de la participación y la ayuda leal, pero siempre solo. El peso de su presencia causaba molestias, causaba desazón. Parecía juzgar y no sabía lo que era eso, no tenía malos sentimientos, ni siquiera para los que le querían mal, solo deseaba el bien para los que conocía.
Creyó que su presencia no era importante, que ya no tenía nada más que decir, que nadie la echaría de menos, que tal vez muchos se sintieran aliviados con su ausencia y se fue dulcemente, con cariño, de la misma forma en que había vivido intentando hacer un mutis para no molestar.
El no podía imaginar el vacío infinito que dejaría detrás de si, si lo hubiera sabido, jamás se hubiera marchado, pero nadie le dijo que era importante, nadie le hizo sentir que disfrutara con su presencia, nadie tuvo tiempo para llamarlo, para invitarlo y todos dijeron que no a sus invitaciones, a sus sugerencias. No hubo visita o celebración el día del padre, no hubo regalos. Poco a poco, sin querer se acurruco el sillón, se calentó con su manta pequeña y dejó que la vida se le escapara.
Cuanta desolación y vacío a su marcha. El mundo dejó de reír, dejó de cantar, dejó de ser interesante, se escapó la bondad y todo se cubrió de frío.