El día de San Valentín, como cada año, me acordé de las parejas que conozco y les desee mucha felicidad.Yo siempre soy una espectadora feliz que ve los toros desde la barrera pero que siempre reflexiona ante la división de opiniones que causa esta festividad.
Me cansa oír aquello de que es la fiesta de los grandes almacenes, también me resulta chocante las expectativas que las parejas tienen de los regalos.
Mi reflexión esa mañana era sobre que se necesita para decir te quiero, o como se puede demostrar el cariño sin necesidad de atracar la tarjeta de crédito.
Por la tarde tenía una reunión de proyecto con mis dos alumnos más pequeños, una hermanita y sus madres para jugar a comprar y vender en inglés. Las madres nos dejaron un momento para que organizáramos el “Supermercado” donde realizaríamos nuestro proyecto. Yo ya me había olvidado de San Valentín.
Antonio, seis años, puso en mi mano y en la de su compañera Alba de ocho años, un sobre pequeño, obviamente hecho con sus manos, que tenía un cartelito pegado que rezaba:
“Feliz San Valentín”
c on su letra aún insegura, pero hecho con gran esmero.
Dentro del original sobre, fabricado con un trozo de material duradero, un delicioso bombón en forma de corazón envuelto en un deslumbrante papel rojo.
Mi sorpresa fue enorme porque de pronto un niño pequeño me daba la respuesta a esa pregunta que había ocupado mis pensamientos por la mañana. Él había puesto todo su cariño y esfuerzo en lo que sin duda era la sugerencia de su madre, haciéndola suya.
Alba se sintió conmovida y yo recibí mi dosis de cariño inmenso que me hizo esbozar una enorme sonrisa y sentir gratitud por haber sido agraciada con mi propio día de San Valentín.
Por lo demás el Supermercado fue todo un éxito de compras y de ventas.