Como cualquier trabajo de cara al público, la medicina es fuente inagotable de sucedidos. Aquí os cuento un caso real, un poco adornado, que yo mismo atendí hace unos días. Con todo respeto...
La mañana había empezado bastante mal. La mesa sustentaba a duras penas los informes de urgencias inacabados que amenazaban con empezar a caerse por los lados. Todo el mundo sabe que Málaga en verano alberga a muchísimos turistas, creedme, muchísimos. El hecho es que la urgencia estaba a rebosar. Hacía calor, ese calor húmedo, pegajoso, que te desasosiega. El sentido del deber, que no las ganas, fue lo que finalmente consiguió sentarme frente a aquel montón ingente de papeles. Me dispuse a comenzar mi jornada preguntándome cuál de aquellos informes sería el primero, cuando mi auxiliar -qué haría yo sin ella- me anunció el primer paciente. Se trataba de una pareja de unos cincuenta años, él pasó con la cabeza gacha, una mano sobre su ojo izquierdo y la testa rubicunda. Transmitía una mezcla de dolor y rabia. Su mujer se mostraba muy preocupada y solícita con su marido. "¿Te duele...? ¡Siéntate..., con cuidado¡". Una vez dentro se percataron de mi presencia y respondieron a mi saludo sin demasiado entusiasmo, el paciente se acomodó en el sillón de exploración; eso sí, sin dejar de proteger su ojo izquierdo con la mano.
Fue la mujer la que tomó la iniciativa, como tantas veces, eso no me sorprendió. A menudo, algunos hombres están tan acostumbrados a que se lo den todo hecho, que hasta en el médico dejan que sea su mujer la que hable por ellos.
Aquella pobre y preocupada mujer hizo un silencio mientras se afanaba en recordar el nombre de las dichosas gotas. El marido rompió su silencio para darle lo que me pareció una extraña pista.
De pronto, la mujer vió la luz, se le iluminó el rostro, y con esa sonrisa de satisfacción que confiere resolver un problema se apresuró a decir: "ÓTICAS, ESO ES, GOTAS ÓTICAS... GOTAS CALMANTES ÓTICAS,.. óticas, óticas, como las tiendas de gafas", acabó murmurando.
Mantuve el tipo como pocos lo hubieran hecho. Digno. Incluso orgulloso de mi autocontrol. Le exploré, le hice una cura, le tranquilicé y le prescribí el tratamiento adecuado. Nada ni nadie se hubiera dado cuenta de lo gracioso que me pareció este penoso desliz lingüístico.
Reconozco que me sentí un poco culpable pero también, que aquel desafortunado y doloroso incidente, maldita la gracia que les haría a ellos, rompió la monotonía de aquella mañana que se presentaba tediosa como pocas, y me proporcionó la energía para superar un día más con éxito, la consulta de urgencias. Con todo mi respeto, que todos entenderéis que es sincero, no pude quitarme la sonrisa durante toda la mañana. Que nadie se preocupe, era un cuadro leve, doloroso, pero leve, y se recuperó rápidamente.
La realidad, a veces, supera la ficción (o casi siempre).