El rumor de unas voces suaves y claras me despertó esa mañana. Eran voces que guiadas en procesión por el viejo párroco del pueblo, rendían un homenaje a la Virgen. Durante años, la devoción les llevaba cada septiembre a su sigiloso recorrido, convertido ya en una tradición. Mi madre formaba parte de aquel grupo y alguna vez la contemplé cuando yo me encaminaba a tareas menos espirituales que las que motivaban su cántico. Sin embargo, hasta esa precisa mañana, no fui consciente de la hermosura de su gesto. Antes lo veía como uno más de los monótonos ritos cristianos despojados de su auténtico significado. No obstante, algo esa mañana hizo que entre aquellas oraciones me imaginase a mi madre serena y satisfecha. Sus palabras no eran un simple homenaje, se trataba de algo más puro. Mi madre, en un gesto íntimo y sincero, daba gracias a su Dios por haber nacido, por estar viva. Agradecía todo lo que le había sido concedido, desde lo más hermoso que le fue entregado, hasta los sufrimientos que la acompañaron y formaron la increíble mujer que hoy es. Los prejuicios hacia lo negativo de las religiones me impidieron ver que da igual el objeto de oración y alabanza pues todos adoptamos uno para convivir con el misterio de nuestra existencia. Mi madre aprendió a ser feliz cuando no le sobraban motivos para ello. Decidió aferrarse a lo hermoso, a la belleza y le puso nombre. Por eso cuando compartía sus secretos su Dios, aquel confidente ajeno a mí, ella se sentía completa. Ahora valoro y respeto los momentos en que ella está ausente dedicada a sus oraciones, hablando con los suyos, los que se fueron y los que permanecemos pero no podemos entender su lenguaje. Cuando mi madre vaya a la Iglesia o rece sus oraciones, mis ojos lo verán de forma nueva. Dejarán de contemplarlo como hábitos manidos porque sin compartir sus sentimientos – y quizá su suerte-, la entenderé, y por qué no, la envidiaré.
Dios te salve María, llena eres de gracia…