Llegaron las vacaciones. Este año por fin tocaba Disneyland Paris. Mis niños, ilusionados, han ido contando los días para tan especial evento.
Yo tenía mis dudas e incluso creo que mis prejuicios. No me sentía capaz de vivir la magia de Disney. Sí, lo sé. Muchos de los que me estáis leyendo no encontraréis una razón lógica para semejante supuesto despropósito. Es un sitio precioso donde no resulta difícil a priori, dejar volar la imaginación y regresar a esa maravillosa infancia que todos añoramos en alguna medida. Para hacerles justicia hay que decir que no han descuidado ni el más mínimo detalle. Se nota que han puesto mucho cariño en todo, en cada rincón, en cada tienda. Y es que tiendas hay muchas y a cual más bonita, pero también es verdad que es lógico. No deja de ser un negocio. Y en Disney saben como hacerlo, y lo hacen muy bien.
Desde la música ambiente a la racional disposición del parque, pasando por los personajes y los disfraces de los trabajadores, todo es perfecto. Los personajes de Disney con los que hemos crecido padres e hijos, deambulan por el parque dejándose ver y fotografiar. Incluso firman autógrafos a los niños. En el parque venden unos libritos de firmas preciosos y unos bolígrafos de Disney que todo hay que decirlo, si pintaran serían perfectos. En teoría, cada niño puede acercarse a su personaje favorito, a todos los que quiera, y solicitarles un autógrafo y una foto. Hasta aquí precioso, no hay más que ver la carita de los niños, mezcla de admiración, ternura e incredulidad... y cómo no, de felicidad, una inmensa felicidad. Todo está hecho para ellos, para que disfruten. Desde el ocio hasta la alimentación. Los restaurantes son el paraíso alimentario de todos los niños. Hamburguesas, pizzas, pasta, ketchup, buffets de pasteles, donuts y todo tipo de chuches para el postre. Todo gira en torno a nuestros protagonistas, coronándoles una y otra vez en cada nueva actividad. La felicidad infantil es el fin más cuidado en este parque temático.
Los padres somos capaces de ver otras cualidades como la enorme masificación que hay que padecer, el tremendo calor en estos días con pocas sombras y apenas bancos donde reponer fuerzas, el escaso valor del euro en un mundo mágico y francés, y las interminables colas para todo, desde el mismo desayuno que empezaba la tarea hasta la misma cena, durante todo el día. Claro que no hay mal que por bien no venga. Si buscas algo concreto y mágicamente Disney, no preguntes, colócate el último de la cola más larga que seas capaz de encontrar. Acertarás. Y si no es así, al menos ya te habrás quitado una enorme cola de la lista de tareas. Eso sí, hay algo que no les perdonaré por muchos años que pasen, la heladería del parque cerrada a las 6 de la tarde... con lo que estaba cayendo. Horarios europeos dicen que se llama...
Bromas aparte, lo peor sin duda es la masificación. Si se tiene la desgracia de haber ido perdiendo con los años la fe en la “humanidad” y lamentablemente para mí, entre estos especímenes me hallo, sobrevivir con éxito a tanto roce humano es difícil. Los niños en su mayoría muestran un comportamiento ejemplar. Maleducados hay, claro que hay aunque estemos en el mágico mundo de Disney, pero la mayoría de ellos son encantadores. Te cautivan con su ingenuidad y su capacidad de disfrute. Sin embargo, somos los padres los que dejamos bastante que desear. Vuelvo reafirmado en mis convicciones. El individuo escondido tras la “masa humana anónima” es ruin y egoísta. Para que luego digan que el secreto está en la masa. No dudamos en pisotear al prójimo si éste se nos antoja más débil, ni en mostrar nuestra jeta menos humana y más animal; instinto puro y duro lejos de cualquier atisbo de racionalidad. Esto evidentemente no se puede hacer extensible a todo el mundo. Incluso un escéptico ante estas lides como yo, conoce mucha gente buena. Cuando me da la vena antisocial me refiero a la masa, al grupo que nos facilita el anonimato, a lo que yo llamo la “humanidad”, no sé si con mucho o poco acierto.
Y tampoco me refiero específicamente a los jetas que se cuelan por la cara, porque mira, con éstos hay que contar hasta cuando vas a comprar el pan. Sí que me impactó cómo pasaba desapercibida una pobre abuelita llorando desconsolada por haber perdido a su nietecito Dylan. Espero que apareciera pronto, la pobre lloraba con tal angustia que a duras penas pude entenderla. Mi sobrina que fue la que me alertó, me dijo que llevaba un rato mirándola sin saber lo que decía. La pobre mujer era inglesa y con los pucheros e hipíos, difícilmente articulaba palabra. Tan sólo nos acercamos dos o tres personas. No hicimos gran cosa salvo avisar al personal del parque para que comenzaran a buscar al travieso Dylan, ni tan siquiera conseguimos que dejara de llorar desconsoladamente. Y sí sentí un pellizco, un tremendo vacío, al ver cómo somos capaces de ignorar el sufrimiento ajeno incluso teniéndolo enfrente. Podría haberse caído o necesitar un médico. De hecho, en lo primero que pensé fue en una fractura de cadera, tal era la intensidad de su llanto. Es la paradoja de la más tremenda soledad entre el gentío. Estoy seguro de que Dylan y ella se ríen ahora en casa del disgusto tan tonto que se llevaron, pero podía haber sido algo importante.
Algo tan bonito e ilusionante como conseguir un autógrafo de un personaje Disney era una auténtica aventura. Los pobres niños no tenían bastante con pugnar entre ellos, sino que luchaban en clara desigualdad y desventaja con aguerridas madres y adolescentes que alargaban los brazos por encima de sus cabecitas y les colocaban sus libros –o los de sus hijos- justo encima de los de los pequeños. Algunos incluso acababan llorando de impotencia al ver como nunca llegaba el momento de su ansiado autógrafo a pesar de estar ya en primera fila y llevar un rato esperando. A veces, los personajes Disney agobiados ante semejante presión humana, fruto del poquito brillo y de la escasa paciencia de estos fans entraditos en años, tenían que “huir” ayudados del personal del parque para empezar su “arduo” trabajo en otro lugar.
En una ocasión, un tanto agobiados por la ansiedad de los pequeñuelos entre los que, esta vez sí, se encontraban mis hijos, nos atrevimos a recordar al buitrerío chusmosillo concurrente que no dudaba en aprovecharse de su mayor envergadura para colarse sin reparos delante de los más chicuelos, que aquello de las firmas no era más que un juego para los niños, que por favor les respetaran ya que la gracia era que ellos mismos obtuvieran su preciado autógrafo. Una madre, española a mi pesar, con los ojos vidriosos de avaricia y el colmillo todavía goteante, se volvió hacia nosotros desafiante y nos devolvió un tajante “esto es lo que hay”. No supe qué contestar. Callada por respuesta. Cara de nada y a otra cosa, mariposa.
Son muchas más las anécdotas -por llamarlas de alguna manera- que hemos vivido. Pero esas ya apenas las recuerdo. Sin embargo, lo que nunca olvidaré es que mis hijos y mi sobrina han gozado de cada momento. Han vivido la experiencia de forma muy positiva y muy intensa, encajando deportivamente los “fracasos” -tampoco demasiados- con los autógrafos, como yo no hubiera sido capaz de hacerlo con mis casi 38 años, conformándose con la sencilla explicación de que como había tantos niños en el parque, los personajes tenían que irse a otro sitio y que por la tarde o al día siguiente los volveríamos a ver. Y no por ello han dejado de regresar con los libros repletos de firmas que ellos, y sólo ellos, han conseguido con su esfuerzo y su tenacidad. Han esperado su turno en cada una de las atracciones sin desfallecer, han aceptado algún que otro “no” paterno fruto del calor, de la sed y de nuestro cansancio, y nos han dado una lección de paciencia y educación en cada firma y en cada cola que se “curraban”. Y para rematar la faena, el último día nos pidieron que les firmáramos nosotros. Querían el autógrafo de sus padres junto al de los personajes Disney. Todo un honor para nosotros.
Han sido unos días mágicos para ellos y muy duros para nosotros. En mi caso han servido para incrementar mi falta de apego a las multitudes. Desgraciadamente, la humanidad como conjunto se expresa con estos detalles tan tontos pero tan demostrativos. Somos lo que somos, vayamos donde vayamos, trabajemos o estemos de vacaciones. Sin embargo, he comprobado como los niños, no sólo los míos, nos han dado una vez más una interesante lección. No sé en qué momento los seres humanos –algunos repito, no digo yo que todos- nos echamos a perder, probablemente cuando dejamos de ser niños. Nos pierde la competitividad, la avaricia, el deseo de tener, de conseguir las metas sin importar a qué precio ni con qué métodos... y desdeñamos el ser, la buena educación, la cortesía y las buenas maneras.
Tenemos mucho que aprender de los niños. Y lo mejor es que todos en algún momento hemos vivido una infancia, con lo que para "aprender" realmente bastaría con recordar. Si fuéramos capaces de recordar, nuestro mundo, el que hacemos entre todos sería mejor. Sin duda.
La magia de Disney no está en sus parques, ni en sus películas, ni tan siquiera en sus personajes. Esa magia está en los niños. Sin ellos no existiría. Se alimenta de los que lo fuimos, de los que hoy lo son, y de los que nos gustaría seguir siéndolo cuando las circunstancias lo permiten.
Tengo que aceptar que me equivoqué, desgraciadamente no en mi escasa fe en la "humanidad", en el individuo tras la máscara del grupo. En esto desgraciadamente me tengo que ratificar, pero me equivoqué -afortunadamente- en que al final sí que he conseguido vivir la magia de Disney, la que pensé que sería inalcanzable y de la que mis niños me han impregnado.
A mis niños, gracias por este viaje a mi propia infancia. Gracias chicos.
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Pd:. Felicidades Amalia por tu nuevo hogar, aunque en realidad no es tan nuevo. Lo sé porque yo lo conozco desde hace mucho tiempo aunque hace años que no lo frecuento. Y siempre fue muy hermoso, siempre lo llevaste contigo allá donde fuiste, por lo que lo que hoy festejas no es tan nuevo como crees. Aunque sí lo sean las paredes y el techo que desde hoy te cobijan a las que no resto importancia, pues son importantes en la medida que te hacen feliz y te propoporcionan abrigo, tranquilidad y estabilidad. Pero tú eres lo que da verdadero sentido y revaloriza tu hogar, y tus hijos que siempre te han querido y te quieren, y David Barja -al que nombras y no puedo dejar de aprovechar para decir que le admiro y le quiero- y todos, todos los que forman tu familia, amigos y alumnos. Y entre todos ellos, desde la distancia, me ilusiona sentirme uno más aunque sea como miembro honorario por la distancia repito, y nada más. Muchas felicidades... Te deseo lo mejor, que es lo mínimo que te mereces. Un beso.